Por CARLOS MACUSAYA CRUZ
Agosto de 2019

¿Son los grupos racializados como indígenas seres sumidos, ciegamente, en la preservación de “su” virginidad cultural?

Una pregunta así puede parecer inútil en el ámbito académico, donde se pueden hallar muchos trabajos que señalan los “sincretismos” y “mestizajes” en las expresiones culturales de las poblaciones indígenas. Sin embargo, más allá del campo de los especialistas (indiólogos) y de quienes en alguna medida trabajan cuestiones relacionadas a los indígenas, se puede observar cierto sentido común en el que estas poblaciones son pensadas como preservadoras de una cultura milenaria, de una cultura que habría pasado de generación en generación como si se heredara una piedra sagrada que solo debería ser contemplada.

En buena medida, cuando en lo cotidiano se habla de indígenas se mueve una serie de ideas racistas “inocentes” que son parte de la dominación criolla y en las que los indios son “entendidos” como piezas de museo que habría que preservar, seres incapaces de tener iniciativas y de transformase a sí mismos. En otras palabras, se nos toma como una cosa exótica e inerte que tiene un lugar decorativo.

Lo que sucede es que se ha forjado una visión en la que ser indígena es ser algo “interesante” y a la vez inofensivo respecto a las relaciones de dominación y explotación. Pero en esta visión convive la imagen de los indios como salvajes y bárbaros que perjudican el progreso. Estamos ante dos caras de una misma moneda, por decirlo de algún modo. Por un lado, los indios son enaltecidos por su maravillosa diferencia cultural milenaria; pero, por otro lado, son despreciados por atreverse a seguir existiendo.

Y es que el atrevimiento de seguir existiendo no es un estar tal cual fuimos antes de la colonización española, sino que es el esfuerzo constante por reinventarnos a nosotros mismos en distintos procesos de lucha que incluso llegan a desestabilizar el orden establecido en sus niveles más altos. Visto así, la esencia cultural, la “virginidad cultural”, que buscan los turistas (incluso turistas de la academia) se desmorona, pues eso que llamamos nuestra cultura también es parte de la lucha y no permanece como algo intangible.

Entonces, es pertinente y necesario pensar la identidad “indígena” no como pretexto folclórico ni como cosa del pasado, que habría que preservar o recuperar; sino que habría que pensar nuestra identidad en procesos de lucha. Es en esta perspectiva que este encomiable esfuerzo de Enrique Antileo, titulado ¡Aquí estamos todavía!, contribuye.

Se trata de un estudio que aborda la trayectoria de los movimientos mapuche, en Chile, y aymara, en Bolivia, concentrado su atención en la producción de ideas, pero ubicándolas en sus contextos respectivos. Su autor nos ofrece una comparación muy ilustrativa entre estos movimientos y las ideas políticas que desde ellos fueron formándose.

A contracorriente de quienes buscan en la oralidad la forma autentica mediante la cual se expresaría el pensamiento indígena, Antileo pone atención en la producción escrita de los indígenas. Esto implica asumir la capacidad de los indios de apropiarse de lo “ajeno” y hacerlo parte de su desenvolvimiento en el terreno de combate, sea de forma individual o colectiva.

En ese entendido, nos pone frente al desarrollo de un vocabulario político, en ambos movimientos, señalando sus similitudes y diferencias. Se trata de una serie de nociones desde las cuales se han pensado a sí mismos y a los otros, tratando dar cuenta, a la vez, de la continuidad colonial en los respectivos estados. La historicidad, en este trabajo, resalta, pues esas nociones son tomadas en proceso y ello permite ver su evolución, sus cambios y hasta abandonos, en ciertos casos.

En ¡Aquí estamos todavía! no se encontrará una imagen homogénea respecto de los movimientos mapuche y aymara. Su autor tiene el cuidado de exponer no solo varios de los matices internos que se dan entre estos movimientos, sino que también resalta varios contrastes, brindando así un panorama alejado de las simplificaciones. De tal manera que, por ejemplo, los posicionamientos frente a los Estados, la forma de definir la diferencia cultural o las estrategias de “pactos”, son presentadas en su variedad y ubicadas en la situación en la que emergen; sin pasar por alto la preponderancia masculina y la emergencia de feminismo indígenas ante esta situación.

Para una persona como yo, que vive en La Paz (Bolivia), este trabajo permite conocer varios aspectos importantes de la lucha del pueblo Mapuche en el siglo XX y XXI, en especial el desarrollo del trabajo intelectual “indígena” en los procesos de lucha. Y de seguro que quienes en Chile no tengan mucha información sobre el movimiento aymara en Bolivia y desean conocer sobre él, encontrarán en este libro una ventana muy útil.

Además, la investigación de Enrique Antileo me parece destacable porque, por lo menos en mi caso, exige tratar de pensar más allá de lo que podría llamarse centralidad aymara en Bolivia. Me refiero a que, en los debates políticos que se dan entre los aymaras, se suele pasar por alto las circunstancias históricas desde las que los movimientos aymara han logrado tener preponderancia respecto a otros movimientos indígenas en este país y han logrado, a la vez, mayor incidencia sobre el Estado.

La población aymara en Bolivia se encuentra concentrada, en su mayoría, en el departamento de La Paz. No es casual, por ello, que la intelectualidad “indígena” en Bolivia se haya formado con mayor vigor entre los aymaras, pues esta población es la que ha ocupado la ciudad en la que se encuentra la sede de gobierno y las instituciones educativas más importantes en el país. También se puede mencionar que, si se produce un bloqueo de caminos protagonizado por organizaciones aymaras, la sede de gobierno se ve paralizada. Eso no pasa, por ejemplo, en Perú, donde las movilizaciones aymaras se generan en el sur, lejos de la capital, Lima. Se podría considerar, también, que históricamente La Paz ha sido el espacio de definiciones políticas del país, rodeada de población aymara, en medio de montañas y lejos de la costa; mientras que las capitales de otros países se han formado en las costas, donde se han concentrado las migraciones de “blancos” y donde los poderes coloniales han sido más fuertes.

Viviendo en La Paz, uno suele naturalizar el protagonismo aymara; incluso hay militantes aymaras que creen que se trata de una muestra de superioridad étnica. Pero, desde esta situación de centralidad aymara, el acercarse a las luchas del pueblo mapuche, a las reflexiones que desde su seno se fueron forjando, permite problematizarse lo gravitante de estar asentados en la sede de gobierno y lo que ello implica. Acá, en La Paz, estamos habituados a pensar y actuar desde el epicentro político del país y no solemos problematizarnos sobre cuál sería la situación o cuáles serían nuestras acciones e ideas si estuviéramos ubicados en otro espacio, distante de la sede de gobierno.

Por ello, el libro de Enrique Antileo, a quien conocí en su paso por La Paz, tiene mucho valor para mí, pues me pone frente a la lucha mapuche, desarrollada en otra situación respecto a la ubicación del poder político en el Estado chileno y su peso demográfico, aspectos contrastantes con la situación de los aymaras en Bolivia (que se han movilizados articulados con los quechuas). Pero también, cuando toca los hechos e ideas del movimiento indígena en Bolivia durante los años 1990-2006, que es el tiempo en el que concentra más su atención, me hizo pensar en algunos procesos poco conocidos de la “politización de la etnicidad” en Bolivia y que, desde mi punto de vista, permiten hacerse una idea de cómo se fue generando y difundiendo ideas indianistas en vía pública y por fuera de las universidades.

Recuerdo que algunas semanas antes de las elecciones del año 2005, en las que Evo Morales fue electo como presidente de Bolivia, se desarrollaban intensos debates políticos en lo que fue la Plaza de los Héroes, en el centro de la ciudad de La Paz y a pocas cuadras del Palacio de Gobierno. Los protagonistas eran albañiles, zapateros, pequeños comerciantes, desempleados, entre otros, en su mayoría aymaras. Los debates giraban en torno a los recursos naturales, el papel del Estado, la legitimidad de los indios para gobernar el país, el papel negativo de los criollos en la conducción estatal, y otros variados temas.

Mientras los “indos” debatían en plena vía pública, los blancoides que pasaban por el lugar miraban con desprecio semejante “espectáculo” y no participaban. En una ocasión, un argentino, militante de una organización, seducido por el intercambio de ideas políticas en la plaza pidió la palabra y empezó a opinar. El tipo y quienes le acompañaban resaltaban en el lugar no solo por su acento sino también por sus rasgos físicos, su color de piel y su estatura. Curiosamente, un transeúnte boliviano criollo, vestido con terno y corbata, vio entre tantos indios a unos “blanquitos” y se acercó para participar.

Resalto este hecho porque sintetiza una situación: cuando en la Plaza de los Héroes se hablaba (entre indios) no se acercaban ni participaban los “no indios”, pero cuando estos últimos veían a un blanco extranjero tomando la palabra en el lugar, la cosa cambiaba. Para un q’ara (wingka) boliviano no era digno el debatir con indios, pero para hablar con un blanco (argentino en este caso), podían soportar el sacrificio de estar entre la “indiada”. Es decir que entre la indiada que se reunía en esa plaza se generaban ideas, pensamientos, en una situación de movilizaciones sociales en las que los q’aras (en su mayoría) se mantenía al margen.

Procesos de lucha sin generación de pensamientos no existen, por lo menos desde mi experiencia; pero también Aquí estamos todavía expone esta relación entre procesos de lucha y pensamiento. Además, este libro, tomado más allá de las formalidades académicas, nos permite pensar y proyectar acciones, considerando lo que se hizo y se pensó, nos permite pensarnos en acción, no como cosas, sino como pueblos en lucha, capaces de reinventarse a sí mismos.

Carlos Macusaya Cruz

La Paz, 14 de agosto, 2019