Por CLAUDIA ZAPATA SILVA
Abril 2019

Hace ya más de 25 años el desaparecido crítico palestino Edward W. Said nos recordaba que “[e]n esto consiste la tragedia parcial de la resistencia: en que, hasta cierto punto, debe esforzarse por recobrar formas ya establecidas por la cultura del imperio o, al menos, infiltradas o influidas por él”.[1] Esta concepción de la resistencia (inspirada en el pensamiento de Frantz Fanon, no está demás decirlo) visibiliza ese espacio de intersección conflictiva y jerárquica entre colonizadores y colonizados que inauguró la conquista europea de estas tierras desde fines del siglo XV, permitiéndonos calibrar la importancia que tuvo y que tiene hasta hoy la apropiación por parte de los pueblos indígenas de esa trilogía que fuera fundamental en la empresa de conquista, pero también en los intentos por combatirla: el caballo, la pólvora y la escritura.

Esta última —la de la escritura— ha recibido menos atención de la que merece, lo que tiendo a explicar por la exigencia de diferencia cultural radical que se hace con demasiada frecuencia a los sujetos indígenas, una exigencia que consciente e inconscientemente también aspira a que estos pueblos desplieguen formas de resistencia que respondan a esa diferencia. Y la práctica de la escritura, en tanto tecnología importada e impuesta desde Europa, no cumple con esas expectativas.

¡Aquí estamos todavía! se aleja deliberadamente de estas exigencias que su autor, Enrique Antileo, denomina sin contemplaciones como “etnicismo esencialista rudimentario”, para alinearse con esa perspectiva saideana (y fanoniana) que comprende la resistencia como un proceso histórico condicionado por la correlación de fuerzas que ha sido forjada por la colonización, cuya ideología inferioriza a los originarios, construyendo un retrato atemporal de ellos. Por el contrario, el reconocimiento de estas intersecciones resitúa a los pueblos indígenas en la historia, por medio de su instalación en la escena más impura de todas: la de la política.

En efecto, Enrique Antileo articula su propuesta en torno a dos conceptos fundamentales de esta escena: pensamiento político e intelectualidad colectiva. A partir de ellos analiza de manera profunda y propositiva, pero también provocadora, el ciclo más contemporáneo de movimientos indígenas en América Latina, deteniéndose de manera particular en Chile y Bolivia, comparando de manera productiva e iluminadora ambas trayectorias.

El pensamiento político es concebido por Antileo como una construcción intelectual colectiva, el que es seguido a partir de las diversas escrituras surgidas desde los movimientos mapuche y aymara (discursos y textos producidos por individuos y organizaciones). En su análisis muestra tres cuestiones que asoman como fundamentales: que ese pensamiento político constituye un espacio heterogéneo de posiciones y posibilidades interpretativas (de las cuales se desprenden estrategias igualmente disímiles); que se trata de un espacio dinámico, en construcción permanente y no libre de tensiones (como lo demuestra la expansión actual que implica el desarrollo de posiciones antipatriarcales entre autoras indígenas); y que son construcciones autónomas que se erigen sobre el sedimento de luchas anteriores en cada uno de los contextos (Chile y Bolivia). El resultado es la elaboración de un mapa político complejo y diverso pero en el que es posible distinguir contornos históricos, sociales y culturales que lo habilitan para hablar de “pensamiento político indígena”.

El otro concepto pivote, el de intelectualidad, reconoce la potencia política del término, no porque Antileo crea en las mentes iluminadas que conducen pueblos (en las primeras páginas se encarga de disipar esa posible lectura) sino porque cree en la relevancia de esa función cuando se vincula con sectores sociales que luchan por el poder al interior de sociedades desiguales, como señalara Gramsci, una desigualdad que en este continente se encuentra teñida de racismo y de colonialismo, rasgos que la intelectualidad indígena y afrodescendiente viene denunciado de manera incansable desde hace ya casi un siglo. Se dibuja así una perspectiva que ha sido poco explorada, pues las interpretaciones predominantes han sido otras que, influenciadas por corrientes teóricas propias de un período posrevolucionario como el que vivimos desde fines de los años 80 del siglo pasado, identificaron a los denominados nuevos movimientos sociales —los indígenas incluidos— con la acción y la experiencia, características que aparentemente los redimían de los vicios de la ideología y de la mediación intelectual. Como demuestra Antileo en este libro, concebir a los movimientos indígenas como espacio de elaboración intelectual, cuyo producto es el pensamiento político que aquí analiza en detalle, puede aportar de manera decisiva al conocimiento de estos movimientos, abriendo la posibilidad de reevaluar lo que se ha dicho sobre ellos.

Lo que el lector y la lectora tiene entre sus manos es el resultado de una investigación exhaustiva que, además de expandir las fronteras del conocimiento en distintos campos de estudio, se incorpora por derecho propio en esta genealogía de pensamiento político indígena surgido desde las resistencias colectivas. Más importante aún es que en estos tiempos aciagos de represión, criminalización y muerte, Antileo muestra y sostiene que la construcción intelectual, individual y colectiva, pero fundamentalmente la colectiva, continúa siendo una trinchera necesaria.

Claudia Zapata Silva Santiago, 2019


[1] La cita es de su monumental estudio Culture and Imperialism. Uso aquí la primera edición al español: Said, Edward W. Cultura e imperialismo. Barcelona: Anagrama, 1996, p. 327.