No hay la menor duda que el problema del indio es problema de la tierra del mapuche. Y de ahí derivan sus aspectos complejos.
La ley de comunidades de hace más de medio siglo, no se puede dudar, que en su tiempo fue de trascendencia suma: puso coto a los ladrones de tierras y en cuanto fue posible salvaguardó los intereses del mapuche, su idiosincrasia, su derecho a la supervivencia. Pero la misma ley de minoridad para enajenar sus tierras con el correr de los tiempos se ha convertido en espada de Damocles, pues, gracias a esa ley ha surgido con toda su secuela de miserias, el minifundio.
En efecto, la población por mero proceso vegetativo va aumentando continuamente: no así el pedazo de suelo de la comunidad, que, si antes bastó para dar trabajo y alimentar a los miembros de la misma, hoy pone a sus miembros ante el gravísimo problema de que ni de lejos da para sus mínimas necesidades. La población que se nutre de ella crece, la tierra queda la misma y se empobrece y agota por completo.
Junto al problema del minifundio, en otras partes, surge el problema de la discordia y de la envidia como algo endémico. Ninguno quiere que el otro avance ni haga mejoras. El miembro de la comunidad está obligado por su sino fatal a la pobreza y a la miseria. La tierra por otra parte malamente cultivada, hasta el agotamiento, no responde al esfuerzo en ella vertido. Es entonces explicable el porqué de esos campos sin cercos, de esos terrenos erosionados hasta lo increíble, de esas rucas desmechonadas hasta la paja, y del indio harapiento que ya no tiene ni siquiera un palo de leña para combatir el cierzo que por todas partes se cuela en su despajada ruca. Salta luego a la arena el juicio necio y superficial: ‘’el indio flojo, el indio borracho! – tienen la flor de la tierra y no la trabajan!’’
Es necesario entonces, dejando de lado soluciones simplistas que no hacen sino prolongar este estado de cosas y sin sentimentalismos sensibleros, cambiar este estado de cosas con soluciones reales y eficaces. Radicar al mapuche, darle responsabilidad frente al rubro agrícola, desatarle las manos liberándolo de la comunidad que para los individuos y las familias comuneras es fatal y hasta inhumano, darle mentalidad de propietario al más viejo propietario de la tierra chilena: ese debe ser el programa de los hombres que piensan y de los verdaderos defensores del indio y sus complejos problemas. Y, ello sin arrancarlo de la tierra que es su ancestro y su tradición.
Este problema y su solución, la supresión de las comunidades por medio de la radicación no se comprende sin la educación integral de la juventud de la raza que se ha revelado tenaz y estudiosa, de inteligencia despejada y deseosa de superación y la lucha tenaz contra el alcoholismo. Malamente se hacen intérpretes de este deber de la patria chilena hacia sus más antiguos habitantes, los que piensan que es necesario retornarlos al paganismo degradante y fatalista. La cultura sin el cristianismo no es más que una nueva forma de barbarie, es el necio con toga de sabio, y el simio con traje de dandy. El cristianismo es ya y ha sido la única y más potente amalgama de la cultura y civilización de las razas porque su espíritu innovador les da nuevo vigor a las grandes cualidades del pueblo araucano y con ello lo lleva a combatir las taras del ancestro. Malamente se trata en nuestros días de darle al problema del indio una solución política a base de demagogia, agravando la falta de solución real y eficaz con el cultivo de la amargura y odio de razas propagado por elementos irresponsables y negociantes del hambre, del sudor y de la sangre del indio chileno. La ocupación violenta de campos de particulares premunidos de títulos legales y el macabro asesinato de Pucura, debieran ser como clarinadas de alarma para quienes se nutren con esas salvajadas por cierto condenadas por el sencillo y honrado campesino mapuche. La persecución sistemática ejercida contra elementos no enrolados a determinadas sociedades políticas indígenas que, contando con frondoso presupuesto estatal, nada han hecho y nada son capaces de hacer, sino acaparar voluntades y con fines electoreros son una nueva prueba de la necesidad de darle un corte definitivo al problema de la Araucanía y sus hijos que, como chilenos tienen derecho a ver realidades y no promesas; hechos concretos y no palabrería insulsa; soluciones inmediatas y no promesas simplistas y sin base, que se diluyen cuando el voto electoral ya se emitió, como prueba de la verdad del que dijo ‘’no hay cuña peor que la del mismo palo’’
A. Ñamcupang
En: El Periódico Araucano, Época 6, Número 7, pp. 1-2
Padre Las Casas, octubre de 1955